El pasado 20 de mayo se conmemoró el 121 aniversario de nuestra independencia. Ese día no pude escribir nada en las redes sociales porque me habían retirado el servicio de datos móviles, que es, en general, la única forma que tenemos los cubanos de acceder a internet. Una forma costosa e incómoda para algunas tareas, pero que ha sido suficiente para rehacer las bases intelectuales y morales de la nación atenuadas por sesenta años de totalitarismo. Que sepa, les sucedió lo mismo a colegas como Yoani Sánchez y Reinaldo Escobar, directora y editor del diario digital 14yMedio. Leída la bazofia publicada en los medios oficiales sobre la fecha, se puede entender el deseo de silenciar a quienes podríamos celebrar el aniversario.
Bajo el imperio del castrismo, la interpretación de los fenómenos que rodearon al 20 de mayo de 1902 ha recibido no pocas lecciones clarificadoras. Las fantasías condescendientes que hasta 1959 atribuyeron al cubano ideales patrios pendientes de cumplimiento, eximentes de sus déficits, y responsabilizaron ora a la España colonial, ora a los Estados Unidos por su excesiva ascendencia en la pericia republicana, reciben bajo la hegemonía totalitaria una moderación definitiva.
Entre esos fenómenos se encuentra la intervención americana, en un momento de la contienda, próximo a su fin, favorable a las fuerzas cubanas, según cierta historiografía. La consideración era apenas una hipótesis, plausible, pero en ningún caso ajena a la discusión. Bajo el castrismo, la aseveración fue transformada en dogma, y el debate intelectual republicano fue suplantado por reglas que todavía hoy entorpecen a la cultura nacional.
A partir de ese dogma afloraron una serie de aseveraciones insubstanciales, pero igualmente provistas de una tremenda autoridad en el balbuceo doctrinal posterior a 1959. Desgraciadamente no pocas personas enteradas las siguen repitiendo como si no hubieran pasado sesenta años de asalto continuo a la inteligencia desde el vertedero de tales aseveraciones.
La primera es el término de neocolonia, con el cual se afea la muy superior categoría de república, y se irrespeta a los próceres que, apenas sanadas sus heridas y con traumas que los acompañarían de por vida, prefirieron conducirse como ciudadanos frente a la tentación de devenir matones. No es difícil concebir su estatura: cincuenta y siete años después un grupo de guerrilleros, de brillo reducido respecto del mambí, priorizaron la conducta hampesca y maleante frente al civismo y la urbanidad.
Otra de los latiguillos afirma que la República resultó una entidad políticamente sometida y sin independencia. La llamada Enmienda Platt resulta paradigmática, pues el documento disponía el derecho de intervención de los Estados Unidos «…para la conservación de la independencia cubana, el mantenimiento de un Gobierno adecuado para la protección de vidas, propiedad y libertad individual y para cumplir las obligaciones que, con respecto a Cuba, han sido impuestas a los Estados Unidos por el Tratado de París y que deben ahora ser asumidas y cumplidas por el gobierno de Cuba» (Artículo 3); igualmente disponía la prohibición de que el gobierno de Cuba firmara contratos con potencias extranjeras que menoscabaran su independencia.
La Enmienda Platt fue derogada en 1935, desde ese año quedó disuelta la exagerada preeminencia que tenían los Estados Unidos sobre Cuba por su medio, y la soberanía de la isla fue restablecida plenamente. Y es «exagerada preeminencia» porque el derecho de intervención —exceptuando el segundo gobierno de ocupación de la isla que tuvo lugar entre 1906 y 1909— no privó de ningún modo a la nación de ejercer la soberanía sobre el territorio, la organización de las fuerzas armadas, su política interior ni exterior, su sistema financiero, ni sus disposiciones presupuestarias: prerrogativas esenciales para las metrópolis y los gobiernos de ocupación.
El adoctrinamiento castrista ha minimizado el significado de la derogación de la Enmienda Platt para extender la percepción de una república sometida hasta el comienzo de su imperio. Por otra parte, ha ninguneado las audacias de estadistas como Rarmón Grau San Martín y diplomáticos como Cosme de la Torriente que consiguieron, sin alardes de matón, anular de manera definitiva la excesiva intromisión norteña que el documento imponía.
Eso sí, la suerte de la república a partir de 1959 parecería dar la razón a los temores del senador Orville H. Platt y los legisladores estadounidenses que aprobaron la enmienda. En apenas una década Fidel Castro subordinó la independencia cubana a sus afanes mórbidos, hizo del castrismo un Gobierno ajeno a «la protección de vidas, propiedad y libertad individual», deseados por el documento; y alejó a Cuba de todas las obligaciones internacionales que no fueran agradables a su caudillaje.
La otra pretensión medular de la Enmienda Platt, la que impidió a Cuba hasta 1935 convenir tratados que menoscabaran la independencia del país, dirigida no solo a conservar la soberanía nacional, sino a alejar de los límites meridionales norteamericanos el peligro que suponía el asentamiento de potencias hostiles, quedó justificada con creces para una nación en la que las bases militares soviéticas se reprodujeron desde 1959 sin control. Esta situación tuvo como episodio crítico la intención de establecer misiles atómicos soviéticos de manera subrepticia, y que puso al país al borde de la extinción en un año tan temprano como 1962.
Junto con el sometimiento político, la precaria estructura intelectual castrista reproduce desde los primeros grados de instrucción hasta sus más acabados niveles de posgrado la noción del sometimiento económico. Para ello utiliza, básicamente, los llamados Tratados de Reciprocidad Comercial que firmaron Cuba y los Estados Unidos en 1902 y 1934. Por su medio el azúcar cubano recibió un trato arancelario favorable a su entrada al mercado norteamericano a cambio de una práctica semejante para un gran número de productos norteños en su entrada a Cuba. Los tratados facilitaron la recuperación económica de la posguerra en los primeros años de la República y un crecimiento significativo en los años posteriores a 1934. En 1947, a propósito de la creación del Acuerdo General de Aranceles y Comercio (G.A.T.T. en inglés), que regló nuevas prácticas para el comercio internacional, el tratado de 1934 dejó de tener efecto.
Por medio de los tratados de reciprocidad el país consagró un sistema de desarrollo económico modelado en el siglo XIX, un sistema que tenía la producción azucarera como renglón más importante y el comercio con los Estados Unidos como su fuente principal de intercambio. Si los beneficios fueron indubitables, especialistas de reconocido prestigio en el campo de los estudios de la economía cubana como Julián Alienes y Oscar Zanetti Lecuona, han señalado las dificultades que para la vida económica cubana entrañó la excesiva dependencia del azúcar y del mercado norteamericano, dificultades que estuvieron en la génesis de no pocos problemas sociales y políticos que acompañaron las primeras décadas republicanas.
Sin embargo, nuevamente la suerte del sistema económico cubano durante el castrismo apoya la percepción de que los partidarios de la diversificación productiva pierden de vista la importancia del sistema agroindustrial azucarero. Luego de un breve y decepcionante impulso industrializador, los mandamases criollos se sumergieron en la dependencia del azúcar para la economía nacional. Ya en 1963 Fidel Castro ofreció a la Unión Soviética convertir a Cuba en la azucarera del país comunista, y regresó de una extensa visita a aquel país con numerosas zafras comprometidas. A partir de 1972, luego del ingreso de Cuba al Consejo de Ayuda Mutua Económica (C.A.M.E), Cuba se consagró como productor azucarero de los países socialistas.
Cuando en 2002 se decidió acometer la destrucción de la planta industrial azucarera, el país sufrió uno de los atentados más graves que a su sistema productivo le infligió el castrismo. No fue el mayor porque ya en los años sesenta la nación había sufrido un desastroso desmontaje de su capacidad productiva y comercial, que tuvo en la llamada «ofensiva revolucionaria» de 1968 su episodio final. La capacidad mostrada por el azúcar para mantenerse como fuente de riquezas sobre los continuos fracasos de la planificación económica castrista, y la imposibilidad de la elite comunista para generar alternativas a la producción de azúcar después del 2002, son el argumento más formidable que los defensores de la agroindustria azucarera pueden encontrar, históricamente, para sus cavilaciones.
La república entre 1902 y 1959 fue una primavera en la historia de Cuba, una historia agobiada por la deficiente administración española primero, su cruel política de guerra después, y por la inhumana hegemonía comunista posterior a 1959. El afán de equipararla al perverso dominio de los peores tiempos peninsulares o al desempeño económico y político del castrismo es, cuando menos, un error, una conclusión ignorante entre los desconocedores, y una grotesca manipulación entre los arribistas de todo signo que anhelan el premio gordo de la lotería comunista.
Las relaciones de la República de Cuba anterior a 1959 con los Estados Unidos son una experiencia preciosa para el país que anhelamos construir, pues fue el único periodo en que esas relaciones tuvieron lugar en un país libre, próspero y con esperanzas.